SALAMANDRA BOULDER CAFÉ, EL ROCÓDROMO DE MI BARRIO

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Una de las cosas que ocurren cuando decides llevar tu negocio online al maravilloso mundo de la tienda física (sin poder contratar a ninguna persona) es que los horarios, de tu ya de por si apretada existencia, se constriñen a un grado 8a+. Esto afecta a tu vida en general, pero sobre todo a aquello que antes hacías para divertirte y evadirte del trabajo y las obligaciones.

¿Y dónde entreno yo ahora? Fue lo primero que me pregunté cuando me di cuenta que, con la alegría que me desplazaba dos días a la semana a las cinco de la tarde desde mi casa o el trabajo hasta la glorieta de Santa María de la Cabeza, ya no iba a ser imposible. Muy fácil, en el rocódromo de tu barrio, si es que tienes esa suerte. Así descubrí SALAMANDRA BOULDER CAFÉ, dando una vuelta para reconocer las calles aledañas a Bravo Murillo 15, el lugar donde iba a pasar al menos ocho horas diarias en mi nueva tienda.

Sabía que estaba por aquí pero no me había parado a pensarlo tranquilamente. Fui para allá, me planté en la puerta y con la timidez que siempre me acompaña en momentos así crucé el umbral. La primera sensación fue la de retroceder en el tiempo y estar en uno de esos viejos gimnasio de boxeo que salen en las películas gringas de los años 70. A la derecha una barra de Bar y frente a mí, dos reuniones montadas en un plafón rugosísimo que venía desde vete a saber cuántos metros más abajo. Me flipó al momento.

Al momento, Lucas me hablo desde dentro de la barra, el que sería mi profesor de los martes (luego apareció Varis, mi profesor de los jueves). Me apunté así, de una. Sin quererlo, pero habiéndolo deseado, tenía un lugar perfecto para entrenar los días que quisiera, clases martes y jueves, gimnasio completísimo y un magnifico ambiente con escaladores y escaladoras especialistas en esos bloques diseñados para disfrutar, travesías largas con apretaduras durísimas y unas presas que parecían piedras de río. 17 años de vida tenía Salamandra en ese momento, pionero de los rocódromos de Madrid.

La moraleja de todos esto es que, al igual que hago con Ropegun, uno trata de relacionarse con su entorno más cercano para preservar lo que podríamos llamar “relaciones de proximidad”. Comprar en tu barrio la fruta, libros, el pan, ir a escalar, tomar café y todo eso que llamamos “lo cotidiano” me parece lo más apropiado porque de ello viven personas como tú, vecinas y vecinos que, además, resisten a la globalización de la convivencia, el consumo y la producción que ya hace tiempo nos calzaron. Eso no te asegura nada, de hecho, puedes elegir y hacer lo que te venga en gana. Eso sí, si la cosa cuaja, se generan relaciones de confianza duraderas y muy satisfactorias. Ese rocódromo es para mí un lugar esencial, en él me siento seguro, cuidado y acompañado, aunque vaya solo.